Al final de la aciaga crónica de mi imposible carrera en la Media Maratón Sevilla-Los Palacios os hablaba de un artículo que esa misma mañana (domingo, 16 de diciembre), me había publicado el diario Ideal. Por vuestros comentarios (gracias sinceras) algunos habíais leído el artículo. Así que me pareció la excusa perfecta para hablar de la Navidad. De nuestra Navidad.
Y es ese el motivo de esta entrada, que podamos recordar y contarnos aquí qué recuerdos tenemos de nuestra Navidad vista con los ojos de niños y adolescentes que fuimos y que, aún, deberíamos ser en muchos aspectos de la vida, para no perder el norte, antes de que los mercaderes de almas acaben por despojarnos de lo último que nos queda: nuestros recuerdos navideños, por ejemplo.
En el artículo hacía alusión a una Navidad artificial, tal y como ahora no la quieren transmitir desde instancias mercantiles. Es Navidad cuando se conectan las luces de los grandes almacenes o de las calles, pero olvidan que la Navidad siempre afloró en nuestro interior, y es algo a lo que nos tenemos que aferrar.
La Navidad, a diferencia de lo que ahora se quiere "vender", siempre ha sido un periodo en el que los ojos han mirado de otra forma. La familia, los amigos, nuestro pueblo, nuestra ciudad, nuestro barrio, nuestros vecinos, todo eso ha conformado una época en la que nos hemos sentido dichosos. Todo ese misterio y toda esa dicha ahora no puede ser sustituida por consumismo atroz e idiota. Somos seres pensantes y sintientes ¿ no creéis ?
Además, existen determinados elementos de la existencia que, como cito en el artículo, pertenecen a lo que los jurisconsultos romanos denominaban "extracommerciun"; hay determinadas cosas que no están en venta.
Pero me gustaría sobremanera que utilizarais este blog para hablar largo y tendido de vuestros recuerdos navideños, de lo que fue para vosotros, en vuestro pueblo, barrio o ciudad la Navidad. Comenzaré por mí mismo.
Odio esta Navidad, pero amo la Navidad que me transmitieron mis padres y mis ancestros. Amo la Navidad que viví de niño y adolescente en Pinos Puente, mi pueblo, y aún tengo la percepción de que eso está ahí y aún no se ha perdido, porque nadie puede arrebatarnos esas vivencias.
Cuando los grandes almacenes no existían por estos lares y, por tanto, no existía el pistoletazo de salida para el comienzo de la Navidad, para muchos de nosotros la Navidad comenzaba la mañana del 22 de diciembre cuando escuchábamos desde la cama los dulces cantos de los niños de San Ildefonso.
Recuerdo que mi padre regentaba un bar. Un bar de estos de barrio en el que la existencia transcurría sosegadamente y en el que los clientes, vecinos del barrio principalmente, bebían y charlaban viendo pasar la vida y mi padre se convertía en una especie de confesor, abogado, asesor... Todo lo imaginable que se pueda pensar era consultado a mi padre que con su gesto sereno y adusto siempre ofrecía alguna solución a quien se la pedía. Era una época en la que las personas aún se respetaban y anteponían ese respeto a otros asuntos menos prosaicos. Así que esa mañana del 22 de diciembre, recién levantado de la cama, me mostraba siempre expectante por entrar en el bar y compartir con los vecinos y amigos cuando iría a salir el gordo de Navidad, que a veces era madrugador y otras veces se resistía, mientas saboreaban su copa de anís o tomaban un café bien caliente al abrigo de la amistad y la tradición.
Y llegaba el día de Nochebuena. Las mañanas de Nochebuena las recuerdo como de movilidad y felicidad; todo transcurría como en un mundo onírico. Idas y venidas de las vecinas en busca de los últimos detalles para la cena navideña, mientras que nosotros con la mirada de niños revoloteábamos alrededor de los adultos aprovechando que su espíritu navideño de estos días toleraría mucho mejor nuestras gamberradas. Y llegaba la noche. Una noche mágica, que por lo general, solía ser muy fría y estrellada. Así, que todos en la casa intentábamos hacer el mayor jaleo posible mientras que nuestros padres nos miraban con gesto condescendiente, aunque fuera sólo esa noche. Y el olor a buena comida iba apoderándose de las estancias de la casa. Pepitoria de pollo, pavo relleno, y muchos dulces y sidra. Mientras jugábamos los niños de la vecindad bajo los rigores del frío y la extraña alegría de la solitaria calle, pensando para nosotros que la noche tenía las estrellas tan refulgentes y luminosas porque era la noche del nacimiento.
Cuando transcurrían los años y ya andábamos en pandilla, la mística navideña familiar era la misma, pero había dos nuevos añadidos. antes y después de la cena recorríamos todas las casas de la pandilla y eramos obsequiados con anís y polvorones, de esos que venían envueltos en papel de celofán con tirillas en los bordes, que tantas cosquillas nos hacían cuando los acercábamos a la boca. A fuerza de tantas visitas nuestros ojos se volvían vidriosos y nuestra sonrisa bobalicona algo que siempre percibía nuestros padres cuando nos miraban condescendientes y sonrientes: era Nochebuena.
Acabada la cena familiar acudíamos a la iglesia parroquial a la Misa del Gallo, creyentes y no creyentes. Y encontrábamos la plaza del pueblo, de la iglesia, repleta de gente embutida en su bufanda y sosteniendo una botella de anís o champán. Al fondo siempre veía aparecer la turgente figura de Manolo a quien los vecinos denominamos "El Lobo", que ha sido siempre, y sigue siendo, un símbolo de la tradición Navideña y de todas las tradiciones, al cual cité en mi artículo que publicó Ideal el día de Nochebuena del año pasado y que os transcribo abajo.
Manolo aparecía siempre acompañado de mucha gente, embutido en su larga bufanda que había tejido su madre y con él nos íbamos al barrio de Las Cuevas para compartir la noche con los buenos gitanos del pueblo que entonaban excelsos villancicos flamencos. Con esta gente comprendí que existe un hedonismo natural y espontáneo que atesora poca gente.
Otros años, si las circunstancias o nosotros cambiábamos, Emilio, Fernando, Paco, Miguel Ángel, Pepe, la gente de nuestra pandilla, tras la Misa del Gallo, a la que, en realidad, pocas veces entrábamos, ya que ese era tan sólo el símbolo, buscábamos fiestas que, por lo general, se celebraban en casas particulares y ya salíamos cuando la noche había recogida sus misteriosas estrellas y clareaba el amanecer. En otras ocasiones nuestra Nochebuena transcurría en feliz armonía y amistad en la parte trasera de la casa de Emilio o en la casa de labranza (la casilla), que tenía la familia de mi vecino Pepe, y entonces esa noche rodeados de toda la bebida necesaria y nuestros dados, se convertía en mágica, saliendo de vez en cuando a la calle a saborear el misterio de la noche y el cielo empedrado de frías estrellas. El mañana poco importaba.
A los pocos días llegaba la Nochevieja. Noche aderezada de recogimiento familiar y nostalgia contenida. Sin embargo, no era excusa para bebernos la noche en fiestas particulares, mínimamente organizadas, o si ya contábamos con pareja, asistir a nuestros primeros cotillones donde se exigía mayor predisposición y cierta etiqueta en el vestir, en Mogambo, en Montserrat o en La Cruz de Granada. Precisamente el último cotillón al que asistí fue en este último lugar, con los miembros de nuestra Peña Bodegón. Desde entonces mis nocheviejas son mucho mas caseras, con la excepción hecha de habernos tomado los postres y las copas en casa de Emilio algún año.
Recuerdos. Recuerdos que configuran nuestras y vidas, pero que sirven también para seguir viviendo. ¿ Y qué época es mejor que ésta para poder exteriorizarlos ? Por tanto, os animo - y estoy ansioso por leerlos- a que nos contéis vuestros recuerdos navideños.
Os incluyo unas fotos, que ilustren este post, de las luces navideñas del centro de Granada, tomadas el 13 de diciembre. Asimismo os transcribo el artículo citado publicado en la Nochebuena del año 2006 y que alude a recuerdos navideños.
Incluyo también dos fotos de belenismo que formaron parte en su día de un reportaje sobre belenismo que escribí para el periódico Granada Costa. Estas dos fotos corresponden a dos prestigiosos belenistas de Pinos Puente, ambos de fama nacional: la de arriba una foto parcial del Belén Biblíco de Fernando Martín; y la de abajo una foto parcial del Belén artesanal de Alberto Sánchez.
Por cierto, me gustaría mucho transcribiros en otra entrada un relato que me publicaron, creo que en 2005, con motivo del suplemento especial que cada Nochebuena edita el periódico Ideal. El relato se llama "Volvamos a la Navidad de Capra", y espero poder colgarlo el próximo fin de semana.
¡ Ánimo ". Espero ansioso vuestra visión tradicional de la Navidad.
NAVIDADES EN EL RECUERDO
(artículo publicado en Ideal en la Nochebuena de 2006)
Probablemente en los tiempos de política correcta en los que estamos cause algo más que empacho hablar de la navidad, efeméride que cada año está más cerca de la materia que del espíritu. No obstante, opino que es un evento anual que, desprovisto de todo el acartonamiento actual, siempre ha formado parte de nuestras vidas, a pesar de que últimamente sólo sea el dios consumo el único adorado.
Desprovista de toda connotación religiosa, que es algo que nunca ha logrado interesarme, hay que decir que esta época siempre ha tenido un sabor especial. Reconozco que hablar de esta fiesta conlleva trazar un hilo de sutileza muy fino para no caer en tópicos, pero a pesar del riesgo que conlleva tal ejercicio no considero nada superfluo ni tópico evocar esos momentos dulces que toda persona ha experimentado alguna vez por estas fechas, algo que es independiente a la creencia religiosa o no.
Para ese ejercicio, a pesar de que aún no se pinten canas, siempre es interesante retroceder a la infancia y situarse en el lugar donde esta etapa atravesó rauda tu existencia. En el caso de quien arriba firma, los recuerdos se trasladan a mi lugar de nacimiento, Pinos Puente, donde es posible evocar casi con detalle alquimista la fría noche de la Nochebuena, plantado en medio de la Plaza de la Iglesia tras la cena familiar y a la espera de la reunión de los amigos, tras la Misa del Gallo. Aún es posible escuchar el silbido de los petardos, rematando la gesta un atronador ruido. A lo lejos ya aparece Manolo Martín Lafuente, con muchos años de oficio como Cronista Oficial de la Ciudad y maestro de los libros y de la vida, acompañado de Purita Vaquero, amiga de todos, ambos embutidos en una bufanda de lana gorda de apariencia artesanal. Vienen dispuestos a saborear la noche de casa en casa en el barrio de Las Cuevas, donde los buenos gitanos del pueblo se disponen a desplegar una infinita gama de villancicos flamencos hasta el amanecer. Mientras, las humildes casas del pueblo destellan luz hasta altas horas sin que nadie considere prioritario que tenga que existir un cuidado manjar de comida preparada. Basta con buenas viandas caseras y la compañía de los suyos.
Nada tiene de negativo que los tiempos evolucionen y las cosas cambien, pero el cambio no es tal si lo recién llegado no mejora un ápice a lo sustituido. Algo así ocurre con los momentos navideños vividos ahora en comparación con los vividos no hace muchos años. Siglos de tradición en estas fechas en toda Europa parecen incapaces de resistir la turbulenta llegada de una navidad más basada en el consumo y en el acartonamiento, procedente – cómo no- del amigo americano.
Europa siempre se ha caracterizado por contar con una tradición propia en estas fechas, algo que ha trasladado a su buena literatura. Ejemplos como los de Charles Dickens, con su “Canción de Navidad”, o los entrañables cuentos navideños de Hans Christian Andersen o Antón Chejov han sabido plasmar esa esencia. Incluso en España, autores como Valle Inclán o Azorín, siempre han dedicado un espacio en su obra para escribir cuentos navideños que han ayudado a preservar la tradición. Sería muy lamentable perder todo eso a cambio de unas guirnaldas luminosas que pareciera que cumplen más una misión de hipnotismo consumista que de salutación festiva.