En esta ocasión tendrá entrada un relato. Teniendo como protagonista a X, un personaje de ficción que un buen día me imaginé, basándome en la original entrada que hace pocos días introdujo Paco Montoro en su blog. Una entrada en la que hablaba de un tipo obeso y fumador, con el que compartíó banco público en la calle. Esa lectura hizo que viniera a mi mente el personaje de ficción X al cual intenté darle vida propia y asociarle un proyecto - el de correr - a pesar de las dificultades que le rodeaban, tanto a nivel de ambiente, como de amigos y familia. Y resultó lo que podés leer unas líneas más abajo. Espero que este personaje, alojado en la ficción más absoluta, pueda evocaros algo o, tal vez, a alguien. Es una posibilidad.
X QUERÍA CORRER
Dedicado con todo
mi afecto a Paco Montoro
X era un tipo gordo, pero sus amigos y su familia apostarían su hacienda para desmentir que lo era. Y quería correr. No podía hacerlo ahora, pero eso no importaba demasiado ¿Por qué no podía correr ahora? Por su volumen, por sus pulmones encharcados de humo, por sus hábitos alimenticios. Pero correría. Algún día.
Los hábitos que había atesorado con los años también eran un problema: una copa de brandy por la mañana tras el café, las tres o cuatro cervezas con su respectiva tapa antes de almorzar, el par de botellines de cerveza y los dos vasos de vino almorzando, el par de cubatas después del trabajo con los colegas del tajo, de nuevo las dos cervezas con la cena, y - ¿ por qué no ?-, el cubatilla tras la cena viendo tranquilamente la peli de la noche o el comienzo del programa del Buenafuente ese. En fín lo normal y cotidiano. Pero los fines de semana toda esa secuencia cambiaba: podrían dar las cuatro de la madrugada bebiendo ron y ginebra.
Y en cuanto a hábitos alimenticios, pues los de toda la vida, los que había copiado de sus padres, y éstos de sus abuelos, aderezados por los nuevos alimentos que sus pobres padres (nada más trabajar y trabajar) no habían conocido: ese delicioso sabor de las hamburguesas en McDonald’s; esas deliciosas patatas fritas, al alcance de la mano en cualquier tienda, esas riquísimas salsas, de roquefort, de pimienta verde, de mayonesa acaramelada, de ketchup, cosas deliciosas. Vivía tranquilo con toda esa vida que había ido engendrando a su alrededor: los colegas, con hábitos parecidos a los suyos; las diversas ceremonias que repletaban su agenda, cada fín de semana (¡ qué panzá de reír con los amigos! ¡qué punto cogemos! ¡que bien se lo pasan ellas, mientras nosotros nos arremolinamos en la barra y el tío del teclado canta, canta y canta! Todo eso debe ser la esencia de la felicidad). Pero nada de eso tenía que ver con ser gordo. O al menos no se consideraba como tal: nadie de su círculo se lo decía en momento alguno. Gordo era el colega Luís que pesaba
Poco se podía elegir en aquel ambiente establecido en el pueblo. Si es que se quería elegir, que parece ser que no había demasiado interés en hacerlo.
Pero un buen día X, se fue del bar en el que se tomaba un par de cubatas tras la salida del curro, un poco antes de lo habitual. Y, claro, todos sus colegas se mofaron: que si te ha dado un toque la parienta, que si tu suegra, que si ya no aguantas, en fín, toda una lanzadera de frases típicas y tópicas que se vierten hacía el colega que se marcha el primero. Pero no, nada de eso que decían sus colegas le ocurría: se iba a correr. Le había estado dando vueltas toda la mañana. Y si probaba hoy mismo. Y si se ponía el raído chándal de la mili y comenzaba a trotar por el parque cerca de casa. Ya era hora de llevar a cabo esa ansia juvenil.
Claro, él no sabía que correr con un cubata recién tomado, junto a un voluminoso plato de patatas fritas, un almuerzo a base de morcilla, junto a tres botellines de cervezas, y un bocata previo a las doce de la mañana, sin contar con la copa de brandy con el desayuno, podría ser contraproducente. Tampoco sabía que correr con unas zapatillas de camping pesando
Pero no debería de desmoralizarse nuestro amigo por esa nimiedad; es más, debería de estar contento. Si el organismo rechazaba toda esa fastuosa ingesta de comida y bebida de todo un día es porque no lo necesitaba. Al menos no para correr. Pero ¿Y el dolor en el gemelo izquierdo? ¿Y ese color violeta que iba adquiriendo una tonalidad cada vez más oscura? A las 12 de la noche mientras veía la peli y con el pie extendido en el sofá ya no pudo resistir el dolor y fue a urgencias. Lo acompañó su mujer, que no paraba de reprocharle que no debería de haber hecho locuras (curiosamente no estaba para ella en la categoría de locura ingerir el líquido que ingería a diario).
El facultativo le preguntó si había hecho algún movimiento brusco. Y fue cuando comprendió que correr lo era. O al menos, lo era si no se había hecho con anterioridad, de una manera pausada (andar, correr, andar, correr). Se fue desmoralizado de urgencias. Pero se levantó cambiado. Soy otro hombre, se dijo.
Tras unos días de reposo y ocultando la cojera a sus colegas, volvió a la carga. En esta ocasión ya no fue al bar después del trabajo: se fue a correr. Pero no cometió la estupidez de hace unos días: corrió, andó, corrió y andó. Y nada le ocurrió a su gemelo. Llegó contento a casa. En vez de un cubata bebió agua, mientras que su mujer le miraba de soslayo entre preocupada y sorprendida.
Por las mañanas no se tomó una copia de brandy. La última la dejó llena en el mostrador. No tomó tres cervezas en el almuerzo: tomó solo una. Y la cena era más ligera que nunca. Y siguió corriendo.
A los pocos meses tuvo dos gastos extras: unas zapatillas de una marca algo así como Ascirt, que le encargó a un frutero del barrio que también corría; y una buena factura de Pepi la costurera que había eliminiado cintura de sus pantalones.
Su entorno social, lógicamente, se rebeló: sus colegas lo arengaban para que siguiera con ellos en el bar; su mujer se resistía a dejar de comprar morcilla y sus cuñados no comprendían que nunca tuviera tabaco. Es más, en ese fín de semana hubo dos celebraciones populares: una boda y un bautizo. De la primera se fue antes de que se abriera la barra tras el almuerzo. Ante las insistentes preguntas de familiares y amigos, X sólo decía que se sentía mal. Del segundo, tan sólo accedió a ir a la iglesia, y gracias a una razón fundamental: era el padrino.
Madrugaba los fines de semana para correr, pero aún no sabía que existían carreras los domingos. Corría alrededor de cinco kilómetros seguidos y había adelgazado 8 kilos.
A los 6 meses, el frutero le preguntó si le interesaría correr una prueba popular de
A las pocas semanas, pareciera que todo su entorno social se le caía encima: toda la gente que le rodeaba parecía conspirar contra él: por su figura cada vez más delgada; por su abstinencia gastronómica y etílica; por su lenguaje más correcto; por sus silencios. En esos días comenzó a descubrir dos cosas que le dejaron boquiabierto: libros escritos para corredores y cosas de corredores en Internet. Lugares donde la gente que corre escribía sus experiencias. Al principio sólo leía blogs del tipo Diario de un Pateador o Correr para morir más tarde. Leía y callaba. Absorbía todo ese conocimiento que parecía atesorar esos corredores. Y entonces un mundo nuevo se abrió ante sus ojos. No podía imaginar que éste existiera, o lo que es más inexplicable: que existiera más allá del bar de sus colegas. En aquellos sitios de Internet y en los libros, hablaban de Maratones y Medias Maratones. Y las cifras kilométricas que leía le producían verdaderos ataques de angustia (¿21 Km..42 Km.. Díos..?.). Pero al mismo tiempo comprobaba que mucha gente corría esas distancias. Había corrido ya
A las dos semanas corrió 12 seguidos y sufrió un mareo. El médico le dijo que había sufrido un problema de hipoglucemia y le explico cosas sobre alimentación, si se sometía a un ejercicio intenso. Le habló de carbohidratos, de bebidas isotónicas, de fibra. Nada de eso estaba antes en sus hábitos alimenticios, de manera que su mujer ya curada de espantos un día dijo que si quería comer esas marranadas que se fuera a comprarlas el sólito. Y eso hizo. Compró pasta de todo tipo, isotónico, marca Hacendado. Incluso unas bolsitas de algo que se llamaba “cola de caballo”, que el médico le había dicho tenía propiedades diuréticas. Todo eso tomó X y lo notó. Notó que su energía cuando corría era mayor, que aquellos hábitos anteriores eran un desastre y que debía desandar mucho si quería andar mucho también. Así que manos a la obra.